María es risueña, alegre y de fuerte carácter. Tiene 15 años y ya ha inspirado un cómic. Su padre, el dibujante Miguel Gallardo, llevó su vida al papel, corrigiendo así muchos tópicos sobre el autismo. Ahora, Ambos protagonizan un documental. Compartir un día con ellos es toda una lección... para todos los padres.
A María le gusta contar arena, que la aplaudan cuando hace algo bien; también le gusta la bruja de Blancanieves, comer espaguetis, las fiestas con mucha gente, cantar bajito, pellizcar por sorpresa y hacer listas, cuanto más largas, mejor.
A María no le gusta esperar ni subir a los coches. No le gustan las escaleras, que la achuchen fuerte ni que el agua de la ducha esté fría. Tampoco caminar por casa sin calcetines.» Miguel Gallardo, de profesión ilustrador y dibujante de historietas, habla de su hija, una niña de quince años con autismo, y su rostro se ilumina. Su voz suena serena, orgullosa, mientras repasa los gustos y las fobias de María.
Su hija es la persona más importante de su vida, tanto que, sin premeditación ni alevosía, acabó por convertirla en protagonista de un cómic, María y yo. En él explica con sencillez, ternura y sentido del humor cómo es la vida de su hija y su relación con ella. «Muchos padres de niños como María me escribieron para decirme que se sentían retratados –recuerda Miguel–; agradecidos, además, por relajarse y reírse un rato.»
El éxito del cómic, ganador de varios premios y celebrado por especialistas en autismo, ha permitido ahora que la historieta se convierta en película. Bajo el mismo título, María y yo (estreno en cines el 16 de julio), el director Félix Fernández de Castro ha rodado un documental que amplía el retrato de María y explica cómo sus padres, Miguel y May Suárez, fueron asumiendo que su hija nunca iba a ser como los demás niños mientras aprendían a disfrutar de ella.
Miguel y May se separaron hace siete años; ahora, María y su madre viven en Las Palmas y su padre, en Barcelona, donde un 2 de noviembre nació María. Pese a su separación y los 2.176 kilómetros que los separan, da la impresión de que sus padres están más unidos que nunca, consecuencia, se intuye, del vínculo que comparten con su hija. «Al separarnos, María tuvo una pequeña ‘depre’ –recuerda May–, pero al llegar a Canarias, con mi familia, amigos, una asociación llamada Actrade, que nos ha salvado la vida, los vecinos..., se adaptó rápidamente.»
Varias veces al año María viaja a Barcelona. Con más frecuencia aún, Miguel visita a María en Gran Canaria. Juntos se van a uno de esos resorts que proliferan al sur de la isla, donde la vida de los clientes depende de una pulsera de colores. Van a la playa, se relajan en la piscina, pasean o dan buena cuenta –sobre todo, María– del bufé libre. Otras veces, Miguel se queda en Las Palmas. Como hoy.
Sentados en una terraza del centro de la ciudad, Miguel coloca comida en el plato de María: papas arrugadas, queso, ropa vieja, potaje, pata de cerdo... Ella se lo come todo. May –canaria, profesora de latín y griego y madre de sonrisa contagiosa– cuenta que, por un cambio en su medicación, a María le ha dado por comer con ansiedad. «En casa, cada cinco minutos quiere ir a la cocina; trinca lo que sea –relata ante la presencia atenta de su hija–. Así que me la llevo a la habitación, cierro con llave y jugamos a algo. Al rato me dice: `Quiero hacer pis´. `Vale –le digo–, te acompaño.´ Volvemos y al poco, otra vez: `Pis´. Vamos y, por tercera vez: `Pis´. Me dispongo a llevarla y, entonces, ella [tono tristón]: `No, no, voy yo sola´. Y yo: `No, María, te acompaño´. Y ella: `No, yo sola´. Está intentando engañarme, sé que quiere ir a la cocina, pero, por dentro, me digo: `¡Qué maravilla!´.»
«María es como una niña de tres años –afirma May–. Necesitaatención absoluta. Haces de madre, profesora, logopeda, terapeuta, siempre le estás enseñando algo. Así ha sido hasta hoy y así será toda su vida.» Por eso, cuando hace algo nuevo, May lo celebra con vehemencia maternal y emocionados aplausos. También al ver que desarrolla habilidades inesperadas, como fastidiar a su abuelo –«la persona favorita de María en el mundo», especifica Miguel–. De una repisa en el salón de casa, María coge una figura de una menina de Velázquez. Su abuelo la regaña: «¡María, pon esa figura en su sitio que la rompes!». María la devuelve a su lugar y, dos minutos más tarde, la coge y se la enseña al abuelo, exhibiendo una sonrisa maliciosa.
«Es increíble lo que ha avanzado –explica su madre–. Si con dos años me hubieran dicho que ahora iba a ser así, hubiera sido la mujer más feliz del mundo. María lo ha aprendido todo con mucho esfuerzo y para mí es una campeona. ¡Si hasta se viste casi sola!» No sólo eso; María se expresa en español y en catalán, se ríe con facilidad, grita cuando se enfada, aunque es obediente y cariñosa, camina, si bien con dificultad, es glotona, cabezota, traviesa y todo un carácter. El secreto de su éxito es, en apariencia, sencillo: «Amor sin límites y una paciencia inagotable», afirma May en una frase que resume los últimos quince años de su vida.
La historia de María, en palabras de Amaya Hervás, la psiquiatra infanto-juvenil que diagnosticó de autismo a la pequeña cuando ésta ya tenía ocho años, «corrige muchos tópicos sobre los niños con autismo», un síndrome que afecta a seis de cada mil niños. En palabras de sus padres, la historia de María es la de una niña que nació sin problemas aparentes. «Con 11 meses ya era evidente que no se desarrollaba como otros niños: no se mantenía sentada, no caminaba, no se interesaba por las cosas –rememora May–. Fuimos al neurólogo y nos dijo que su desarrollo era propio de un bebé de seis meses. ¡Y ahí empezó la angustia!»
May y Miguel pasaron años deseando que todas las pruebas ydictámenes médicos estuvieran equivocados. «Es lo que quieres creer –prosigue May–. Pero pasa el tiempo y las evidencias se acumulan, hasta que admites que tu hija no ha salido ‘redonda’. Ahí llega la segunda fase: ¿cómo se soluciona esto?, ¿quién puede ayudarme? Estás en estado de shock. Ya habías pensado en dónde estudiaría tu hija, a que jugaríais... Jamás pensaste en buscar una escuela especial.» Entonces interviene Miguel: «La primera vez se te hace un nudo en la garganta: ‘María no va a ir a un colegio normal, sino aquí’».
El primer soplo de tranquilidad llegó cuando María ya tenía ocho años y recibieron el diagnóstico de Amaya Hervás. «Respiramos –suspira May–. Al menos ya sabíamos en qué teníamos que trabajar. Y desde ahí, para adelante.» Miguel va incluso más allá. «La última fase que has de pasar es una especie de luto, como si se te muriera alguien –señala sin escatimar un ápice de crudeza–; es un duelo por la niña con la que soñaste, una persona que ya no existe. Al mismo tiempo, María está ahí. Debajo de la etiqueta esa de síndrome del espectro autista hay una niña, que es ella, con su fuerte personalidad. Debes asumir que ella es la persona con la que te ha tocado convivir el resto de tu vida. Ése es un punto fundamental. Necesitas reconocerla.»
María también reconoce a sus padres. Sabe quiénes son desde muy pequeña. «Con un año y algo dijo `mamá´ y `papá´ –recuerda May–. Primero sin sentido, después ya las utilizaba para referirse a nosotros. Más tarde empezó a repetir palabras, sin más. La primera, ¿te acuerdas? –se dirige a Miguel, sentado en un parque de Las Palmas entre ella y María–, estaba en la cuna y, de repente, dijo: `Magdalena´. Y los dos: `¿Cómo?´. Y repitió: `Magdalena´. A partir de ahí su lenguaje empezó a ser ecolálico [repetitivo]. Un día íbamos por la calle y empieza: ‘Queda prohibida la reproducción de este vídeo...’ –los padres de María se ríen con ganas–. Lo había aprendido de los vídeos de las películas de Disney, que dicen todo eso al principio.»
«Ahora nos reímos, pero aquello, para nosotros, fue un gran alivio. ¡Habla, la niña habla! Desde entonces, a base de repetir y repetir, la escuela, logopeda, años y años, María se expresa bastante bien.» Con María, sin embargo, no se pueden mantener conversaciones al uso. Son cerradas y siguen unas pautas que ella dirige. «Su especialidad son los nombres –explica su padre–. Los recuerda todos. De pronto, surge uno de alguien a quien tú has olvidado. Su sonrisa de satisfacción en ese momento es oro.»
Como muchos otros padres, May y Miguel son capaces de hablar sobre su hija durante horas. Su caso, sin embargo, es distinto. Al hablar de María se desnudan, conscientes de que ocultar la verdad, engañarse, no tiene sentido. María, de alguna manera, les ha hecho sacar lo mejor de sí mismos. «Ha sido un largo viaje –confiesa Miguel–. Al principio me moría de vergüenza cuando, por ejemplo, María se ponía a gritar y la gente nos miraba; ahora, hace tiempo ya, es al revés, me siento orgulloso, aunque grite y nos mire todo el mundo.» En una terraza, un restaurante, caminando por el centro de Las Palmas, en la playa de Las Canteras, cuando María llega, todas las miradas se centran en ella. «La visibilidad es una gran conquista –reflexiona Miguel–. Hay gente con discapacidad que se esconde, prefiere no salir a la calle, yo intento que María haga todo lo que su padre hace normalmente.»
May y Miguel pasaron años deseando que todas las pruebas ydictámenes médicos estuvieran equivocados. «Es lo que quieres creer –prosigue May–. Pero pasa el tiempo y las evidencias se acumulan, hasta que admites que tu hija no ha salido ‘redonda’. Ahí llega la segunda fase: ¿cómo se soluciona esto?, ¿quién puede ayudarme? Estás en estado de shock. Ya habías pensado en dónde estudiaría tu hija, a que jugaríais... Jamás pensaste en buscar una escuela especial.» Entonces interviene Miguel: «La primera vez se te hace un nudo en la garganta: ‘María no va a ir a un colegio normal, sino aquí’».
El primer soplo de tranquilidad llegó cuando María ya tenía ocho años y recibieron el diagnóstico de Amaya Hervás. «Respiramos –suspira May–. Al menos ya sabíamos en qué teníamos que trabajar. Y desde ahí, para adelante.» Miguel va incluso más allá. «La última fase que has de pasar es una especie de luto, como si se te muriera alguien –señala sin escatimar un ápice de crudeza–; es un duelo por la niña con la que soñaste, una persona que ya no existe. Al mismo tiempo, María está ahí. Debajo de la etiqueta esa de síndrome del espectro autista hay una niña, que es ella, con su fuerte personalidad. Debes asumir que ella es la persona con la que te ha tocado convivir el resto de tu vida. Ése es un punto fundamental. Necesitas reconocerla.»
María también reconoce a sus padres. Sabe quiénes son desde muy pequeña. «Con un año y algo dijo `mamá´ y `papá´ –recuerda May–. Primero sin sentido, después ya las utilizaba para referirse a nosotros. Más tarde empezó a repetir palabras, sin más. La primera, ¿te acuerdas? –se dirige a Miguel, sentado en un parque de Las Palmas entre ella y María–, estaba en la cuna y, de repente, dijo: `Magdalena´. Y los dos: `¿Cómo?´. Y repitió: `Magdalena´. A partir de ahí su lenguaje empezó a ser ecolálico [repetitivo]. Un día íbamos por la calle y empieza: ‘Queda prohibida la reproducción de este vídeo...’ –los padres de María se ríen con ganas–. Lo había aprendido de los vídeos de las películas de Disney, que dicen todo eso al principio.»
«Ahora nos reímos, pero aquello, para nosotros, fue un gran alivio. ¡Habla, la niña habla! Desde entonces, a base de repetir y repetir, la escuela, logopeda, años y años, María se expresa bastante bien.» Con María, sin embargo, no se pueden mantener conversaciones al uso. Son cerradas y siguen unas pautas que ella dirige. «Su especialidad son los nombres –explica su padre–. Los recuerda todos. De pronto, surge uno de alguien a quien tú has olvidado. Su sonrisa de satisfacción en ese momento es oro.»
Como muchos otros padres, May y Miguel son capaces de hablar sobre su hija durante horas. Su caso, sin embargo, es distinto. Al hablar de María se desnudan, conscientes de que ocultar la verdad, engañarse, no tiene sentido. María, de alguna manera, les ha hecho sacar lo mejor de sí mismos. «Ha sido un largo viaje –confiesa Miguel–. Al principio me moría de vergüenza cuando, por ejemplo, María se ponía a gritar y la gente nos miraba; ahora, hace tiempo ya, es al revés, me siento orgulloso, aunque grite y nos mire todo el mundo.» En una terraza, un restaurante, caminando por el centro de Las Palmas, en la playa de Las Canteras, cuando María llega, todas las miradas se centran en ella. «La visibilidad es una gran conquista –reflexiona Miguel–. Hay gente con discapacidad que se esconde, prefiere no salir a la calle, yo intento que María haga todo lo que su padre hace normalmente.»
Fernando Goitia
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