Una sentencia conocida la semana pasada ha reconocido a M., un joven con síndrome de Down, el derecho a votar en las elecciones, a casarse con la persona que elija, a otorgar testamento y a disponer, de manera autónoma y libre, de los 500 euros que gana trabajando en una cafetería de San Sebastián y, los fines de semana, en el estadio de Anoeta. ¿Cuál es la novedad de este tipo de fallos que empiezan a dictar los jueces? ¿Es que las personas con algún tipo de discapacidad no pueden ejercer tan elementales derechos? Para nuestra perplejidad, la respuesta es sí. No pueden.
La realidad es que una parte sustancial de las personas con discapacidad intelectual ha sido incapacitada de forma total para ejercer sus derechos civiles. Para algunas de ellas, puede ser la solución más adecuada. Para otras, como en el caso del joven M., no.
«La incapacitación intenta ser siempre una medida de protección de los padres para evitar abusos cuando ellos no estén», apunta Resu Casanova, coordinadora de la Fundación Síndrome de Down en el País Vasco. De hecho, son los propios padres quienes deben acudir al juzgado para presentar «una demanda de incapacitación» frente a sus hijos, que, entre otras cuestiones, prorrogue o rehabilite la patria potestad de los padres, es decir que prolongue su responsabilidades como padres después de la mayoría de edad de sus descendientes, después de su emancipación legal.
«En nuestro Derecho rige el principio de plena capacidad siendo el juez quien debe acordar la incapacitación», explica Kepa Ayerra, abogado de familia. «El juez tiene la posibilidad de, según cada caso concreto, decretar la incapacidad total o parcial debiendo ceñirse la incapacitación exclusivamente a aquellos ámbitos o esferas de la actividad de la persona que, efectivamente, se vean afectadas por los efectos de la enfermedad o deficiencia, y en los que es necesaria la protección», precisa este abogado de familia.
Ayerra asegura que «una de las situaciones de mayor desconcierto» a la que se enfrentan los padres de hijos con deficiencias es el momento en que deben acudir ante un juez para iniciar un procedimiento de incapacitación». Se trata de un procedimiento judicial, con letrado y procurador, en el que se debe demandar al propio hijo y en el que se va a enjuiciar, no solo su capacidad de obrar, sino la propia capacidad paterna de ostentar la patria potestad, de ser padre. La demanda se realiza bien a través de un abogado, bien recabando la colaboración de la Fiscalía, un método gratuito y que, en algunas ocasiones, puede generar problemas porque no asegura los términos en que se dictará la incapacidad.
En el procedimiento se realizan tres pruebas obligatorias: un examen médico-forense, un interrogatorio del juez a la persona para quien se demanda la incapacidad (y que sirve al magistrado para formarse una opinión del caso), y una audiencia a los parientes más próximos en la que estos ofrecen su testimonio sobre las capacidades, la vida diaria y la situación de su familiar deficiente.
El juzgado comunica la demanda al presunto incapaz quien tiene la posibilidad de recurrirla. Piénsese, por ejemplo, en una persona de edad avanzada para quien un familiar (de forma taimada) promueve una demanda de incapacitación. El demandado puede así defenderse en el proceso. Según la encuesta sobre Discapacidades, Deficiencias y Estado de Salud, en España hay 3,5 millones de personas con alguna discapacidad, un 9% de la población.
Lo que convierte la sentencia de Guipúzcoa en una de las pioneras de las dictadas en España en esta materia es el hecho de que el Ministerio Fiscal haya recurrido el propio fallo de un Juzgado de Primera Instancia en el que se declaraba al joven «totalmente incapaz para gobernarse por sí mismo, debiéndose rehabilitar la patria potestad» en favor de los padres.
La vida diaria de M.
En el informe médico forense, que se ha incorporado al sumario, se reconoce que el joven acude a su trabajo sin precisar compañía, que es perfectamente capaz de viajar en tren, de desplazarse «solo» sin perderse, «que tiene amigos y sale con ellos» y que disfruta junto a su cuadrilla de un local donde «escuchan música». El joven participa también en un grupo de teatro integrado por personas con discapacidad que ha representado obras en centros culturales de Guipúzcoa.
También se señala que es capaz de manejar pequeñas cantidades de dinero que obtiene de un cajero automático, que se compra ropa y juegos con esas sumas y «que progresa en su autonomía». Hasta hace cuatro años, el joven trabajaba en un centro ocupacional. Desde entonces desarrolla diversas tareas en la hostelería, en locales de la capital guipuzcoana. Según el testimonio de su hermana, «ahora tiene un nivel de autonomía mayor, una declaración de incapacidad total sería negativa ya que cortaría su progresión... No precisa de que alguien decida por él, solo necesita que alguien le explique las cosas».
Una vida normal
La sentencia de incapacitación de M. establece, como medida protectora, que debe ser el juez quien autorice, entre otras, decisiones como internar al deficiente en establecimientos de salud mental, alquilar o vender inmuebles y «objetos preciosos», hacer «gastos extraordinarios en los bienes» o dar y tomar dinero a préstamo.
«Hay sentencias muy restrictivas que más que proteger, anulan a estas personas», subraya Ainhoa, la hermana del joven guipuzcoano. «En nuestro caso el primer fallo del tribunal no se adaptaba a las necesidades de mi hermano. La Fiscalía ha elaborado ahora una sentencia, podemos decir que a su medida. Lo importante es que mi hermano pueda hacer su vida con normalidad. Porque hay sentencias -sostiene la hermana del joven M.- que paralizan su proceso de desarrollo».
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